Emigrar… En busca de un nuevo hogar.
A pesar de todas mis investigaciones previas en Argentina sobre zonas, calles y barrios, caminé sin saber por dónde empezar. En mi celular tenía capturas de pantalla de diferentes casas en alquiler que había encontrado por internet.
Pero al salir de la virtualidad y entrar en la inmensidad de la realidad, esas quince o veinte cuadritas que separaban un lugar de otro, y que en el mapa eran insignificantes, se alargaban, se agrandaban y hasta deformaban.
Y uno hasta pierde el rumbo cuando queda en la parte baja de la calle, porque hay que llegar a la cima para saber si del otro lado está lo que uno busca. Rápidamente aprendí que antes de bajar, tengo que asegurarme que voy en la dirección correcta.
La ciudad se contornea conforme la geografía lo pida. Como cuando era chica y jugaba a manejar un autito por las calles de la frazada de cuadros. Las manzanas cuadradas y prolijas se mantenían un rato, después un bodoque hacía que la calle se eleve o se corte de repente o que, a causa del amontonamiento de más de una esquina, se abra como un abanicó.
De hecho, entendí por qué el día anterior el taxista no había podido encontrar el hostel. La calle Catorce de Julio dibuja una rotonda y tiene una especie de orejita que sobresale.
El taxista había dado dos o tres vueltas al rostro de la rotonda, mientras que el hostel, justamente, queda en esa oreja, frente al astillero Schaefer. Yendo desde el puente Hercilio Luz y cruzando frente al astillero, nos chocamos con la Capitanía dos Portos de Santa Catarina.
Siempre viví en casa con patio, plantas y mascotas. Los departamentos me generan cierta claustrofobia por eso estaban descartados de antemano. En la ciudad hay mucho verde entremezclado con el cemento.
Las piedras son una de las cosas que más llamaron mi atención. A simple vista hay, como en la religión, una especie de sincretismo entre la naturaleza y la arquitectura. Las rocas enormes pueden verse no solo sobresaliendo en el mar o esparcidas por las playas, sino también en la ciudad.
En el restaurant donde más adelante trabajé, había una media esfera de piedra que nacía en el medio del deck de madera donde armaban las mesas externas. Una de las paredes laterales del patio era literalmente de roca y hasta en el interior sobresalía una piedra en uno de los pasillos. Hay casas que comparten sus jardines con rocas gigantes y hasta vi algunas que servían de sostén para pisos superiores.
Caminé sin rumbo. Desde las partes altas del barrio se logra ver el agua que separa el continente de la isla. Se ven montañas por todos los alrededores, a veces difusas y cubiertas de nubes y niebla, otras veces iluminadas por el sol radiante que hace notar todas sus gamas de colores.
Por una calle, al fondo, vi una casa de dos pisos sin revoque, con sus ladrillos huecos a la vista. La calle hacía una curva y no me permitía ver que había más adelante. Me adentré con un poco de duda y miedo, cargando todas las historias, recomendaciones, prejuicios y películas sobre favelas. El asfalto se fue desvaneciendo y en la curvatura de la calle fue apareciendo el empedrado de ladrillos hexagonales. Algunos perros paseaban por la calle frente a las casillas de madera, algunas más deterioradas que otras. Nenes descalzos jugaban a la pelota en la vereda.
Casas de varios pisos me hicieron levantar la vista. Las ropas colgadas flameaban en los balcones o ventanas. Otras casas tenían los techos al ras del asfalto y para entrar había que bajar por escaleras. Algunas de esas escaleras tenían además de un portón, un murito de unos 50 cm de alto, una especie de represa para contener el agua.
En la puerta de un mercadito unos muchachos ya empinaban botellas de cerveza. Algunos cantaban sentados en cajones de madera, y tocaban guitarras y panderetas.
En ese momento recordé la película Ciudad de Dios, la escena en que corren una gallina y suena esa batucada de fondo que se parecía a la música que estos muchachos tocaban.
Cruzando la calle se yergue un paredón de un predio residencial. Había una montaña de maderas de muebles rotos, un carro cartonero, y una variedad de cosas tiradas o acumuladas. En el mercadito pregunté a la cajera si sabía de algún alquiler. No sabía. Subí una cuadra. Doblé a la izquierda y empecé un descenso bastante marcado por la calle empedrada, tirando mi espalda hacia atrás para no caer y rodar, para llegar a otro mercado que había visto.
Llegando a ese mercado estaban atravesados dos carritos de supermercado con un hierro en el medio, impidiendo que cualquier vehículo avanzara. Un hombre desarmaba un motor de heladera mientras fumaba marihuana. En el supermercado pregunté por el alquiler y unos muchachos me dijeron que los siguiera. Hicimos el camino inverso por la calle empinada y me dejaron frente a una casa.
Allí me encontré con la dueña y un albañil trabajando. Me hizo pasar y me mostró los dos cuartos, el baño y la cocina. Lo mejor de todo era que aceptaban animales. Solo tenía que dejar una seña, para que en tres o cuatro días cuando el albañil terminara pudiera mudarme.
El valor de la casa era bastante alto, pero de toda la gente que había contactado previamente nadie aceptaba animales.
Había llegado al país el día anterior, había salido a las 9 de la mañana y a las 10 ya había conseguido casa. Las cosas estaban saliendo demasiado bien.
Emigrar… con la mirada descriptiva de Xoa.