Domingo por la mañana.

Abro los ojos y veo la luz que se mete por encima de la puerta, un puente mágico donde la sombra se voltea; te veo subir la escalera y en el techo blanco unos pasos resuenan, no con música, con tu cuerpo que se acerca.                                                                      El rechinar de las bisagras cuando entras, cuando te quedas y no me dejas…

Estoy volviendo a la vida.

Con un vaso en la mano y dos ibuprofenos de cuatrocientos, me sonríes, olvidando que te vomité anoche, olvidando mis ya exorcizadas voces. ¿Qué tanto dije?

Las sábanas siempre están frescas y, entre ellas, el silencio que se hace me altera, pero hay una manita caliente que me rasca la espalda, esos huequitos omóplatos, ahí se queda y me hace calma.

Quien me contenga.

Hay un exceso en mi alma, que al escucharte y mirarte se pone en pausa.

Hay una depresión esperando la mañana siguiente, que se pone contenta cuando el ser de tu carne me acompaña.

Hay alguien a quien algo le duele, que cuando te quiere, a tus ojos se encuera y entrega; revive.

Hay un momento entre la sed y el agua; anhelo, alivio de urgencia.

Hay unas lágrimas que me cuelgan, caen de dos en dos y en la cama se revuelcan.

Hay unos ojos con la mirada tuya que desde dentro me acechan…

El criterio de mi consciencia.

Para Marina.

Estando sola en la crudez de mi cama, me puse a pensar en las resacas acompañada… me dolió el corazón, y un poco la soledad.

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