Todos tenemos miedos. Es bueno tener miedo. El miedo protege. Existen diferentes tipos. Los reales como estar al borde de un precipicio y saber que uno puede caerse, o aquellos que pasan por nuestra cabeza y que se abren como un abanico a las miles de desgracias que podrían ocurrir, entre otros. Cuando estaba organizando mi viaje a Florianópolis supe que iba a enfrentarme a mi mayor miedo. Estar sola. No hablo de la soledad, hablo de estar literalmente sola en una casa y tener que apagar la luz. Sí, me da miedo la oscuridad.
Es ambiguo porque me gusta viajar sola: manejar mis tiempos, no depender de los gustos ni horarios de otros y tener la posibilidad de conocer más gente en el camino. Pero todavía hay quienes se sorprenden de que una mujer viaje sola. Lo que más llama la atención es que además lo haga teniendo marido e hijos.
–¿Y tu marido te deja venir sola?
–Señora soy mayor de edad no tengo que pedir permiso.
–¿Y tu hijo se quedó solo?
–No señora, no quedó solo, quedó con el papá.
Más de una persona me preguntó:
— ¿Por qué no vino tu marido primero?
“¿Por qué no vino él primero y vos te quedabas en tu casa, cuidando a tu hijo, resguardada hasta que él resolviera todo y cuando él pudiera darte la seguridad de un techo recién viajabas vos?” eso es lo que yo escuchaba en su pregunta. Podía detectar el machismo incorporado en esas mujeres. Porque lo que me sorprendía a mí, es que fueran las mujeres quienes hacían ese tipo de preguntas.
Algunas con un dejo de indignación por haberme atrevido, otras realmente con preocupación de que no tuviera un hombre que me cuidara.
Una noche tuve una pesadilla. Todavía estaba hospedada en el hostel y la cuestión del alquiler de la casa no se resolvía. Yo empezaba a preocuparme porque al mes siguiente llegaba mi familia. En ese entonces ya estaba trabajando en un restaurante y salía de noche. Empecé a buscar otras alternativas por internet, anotaba teléfonos, miraba el mapa. Ahora que ya conocía un poco más la ciudad había tomado conciencia de las distancias.
Un día contacté a una chica que ofrecía una casa barata. Le pregunté la dirección. Debía saber si era cerca para volver del restaurante de noche o madrugada. Me comentó que quedaba cerca pero que había un montecito antes de llegar a la casa, que los Uber no entraban y que tendría que caminar y era oscuro.
En otros anuncios vi casas hermosas que aceptaban animales, niños, estaba incluida la luz, el agua, internet y todos los chiches, pero el precio era extremadamente barato y había una sola foto. Demasiado sospechoso. Otras casas se veían perfectas, pero cuando entraba a Google Maps (Dios bendiga Google Maps) la zona no inspiraba confianza.
Esa noche (imagino que al acostarme a dormir en mi cerebro quedó encendida alguna luz de alerta) tuve la pesadilla: había quedado con el dueño de una casa que iría a verla en persona. Era de noche. La calle estaba iluminada por lámparas anaranjadas. En el terreno había una casa blanca agrisada con una puerta lateral azul de chapa y unas ventanas con persianas también de metal azul.
El patio era grande y en el frente no había rejas sino un tejido de alambre. Cuando abrió la puerta para mostrarme el interior percibí inmediatamente que era una trampa.
El piso estaba hecho de ladrillos, como los caminitos de los jardines, incluso el pasto crecía un poquito entre ladrillo y ladrillo. Yo le decía que estaba bien, que no pretendía lujos, fingiendo que no me daba cuenta de lo que iba a suceder. Porque sabía perfectamente lo que iba a pasar. Mientras disimulaba, buscaba algo con qué golpear al hombre cuando me atacara. En cuanto pude lo empujé y salí corriendo.
Sobre la calle de tierra había una camioneta blanca con otro hombre dentro. Grité pidiendo ayuda pero cuando me miró entendí todo. En ese momento el tiempo se detuvo. Yo era una voz en off que hablaba y observaba desde arriba y me decía a mí misma que no lo podía creer: iban a matarme. Sentía en mi propia voz la tristeza de saber que eso que había visto tantas veces en televisión iba a pasarme a mí. Iba a morir en Brasil, sola, sin que mi familia supiera siquiera donde estaba.
Esto fue solo una horrible pesadilla pero que perfectamente podría ocurrir en la realidad y por eso muchas mujeres tienen miedo. Pero si se toman los recaudos suficientes, los riesgos no son muy diferentes de los que se corren en la propia ciudad. Hay que ser precavidas.
Lamentablemente la realidad nos demuestra que las mujeres debemos cuidarnos más. Esa pesadilla fue como una alarma para no olvidar esos recaudos. Por suerte, cada vez más mujeres están animándose a hacer lo que les gusta, a crecer tanto personal como profesionalmente. Y aprendiendo que no se necesita de un hombre para conocer el mundo.
Otra bella crónica de Xoa!!!