Era de noche, tarde para entrar en esa habitación.
Él me dijo que entrara, que había algo para mi. La sensación de pánico otra vez. Había una mujer junto a él.

Me senté frente a una mesa de madera de pino. Al contrario de lo que había creído el lugar era luminoso (artificialmente), no había ventanas, solo la puerta de entrada, y de mí pronta salida. Vacío completamente de todo: la mesita y tres sillas, la pared descascarada de un verde chillón…

Estaba mirándolos, muda, a los dos.

Ella y Él.
Un pacto con el diablo…
Ese día el mundo se dió vueltas para mí…
Ese día ví algo que sabía y jamás había querido ver: la realidad.

Ella fue al baño, y trajo un sobre de papel, hecho con una hoja de cuaderno barata:
– Es lo que había… – me dijo, mirándome.
– La más trucha… – dijo él, desarmando el papel y sacando la sustancia con los dedos, de a puñados, y como venía… En su nariz.
– ¡Dale! ¿Querés? – me decía, él, repetidamente.
– No. – le dije, firme, con ganas de huir.

Él, ella, eso, y su ataque de ira, me dieron vueltas de la silla. Sólo escuchaba como en sueños la voz de la mujer y su cara me daba vueltas en la cabeza.

Esa noche la grabé muy bien en mí memoria. Obligadamente. Para no volver jamás a ese lugar. Recordaba muy bien la dirección, calle: Pasado, entre: Experiencia y Dolor. No debía girar en «U», ni retroceder. Sí podía frenar y descansar un poco.

Desperté confundida, traspasada de realidad, una que nunca quise ver, pero allí estaba.

De un día para el otro empezamos a ser perfectos desconocidos.
No más llamados, no más mensajes. El silencio se volvió mi aliado en ésto de escribir mis sueños, y mi cómplice en esconder verdades oscuras.

Ya le juré a mi memoria no volver a ese lugar, y a mis pesadillas no volver a escapar.

Ese límite llamado pasado, ese oscuro pacto entre los recuerdos y el presente, de no volver a aparecer. El correr de los días y de la vida misma: era el diablo vestido de mujer.

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